Del narcisismo a la madurez (1)

"La mayor parte del agua que se utilizaba en las casas se traía en grandes cubas del Danubio. Una mula tiraba de la cuba que estaba montada en un carro especial, delante iba una aguador con un látigo. El agua se vendía por poco dinero delante del portón del patio, se descargaba y se echaba en grandes calderos para hervirla. Los calderos con el agua aún hirviendo eran sacados delante de la casa a una terraza alargada, donde tardaban un buen rato en enfriarse.
Laurica y yo nos habíamos reconciliado, al menos hasta el punto de jugar de vez en cuando al escondite. Una vez que estaban allí los calderos de agua caliente y nosotros corríamos entre ellos, sin duda demasiado cerca, al darme alcance justo al lado de un caldero Laurica me empujó y caí en el agua caliente. Exceptuando la cabeza, me escaldé todo el cuerpo. La tía Sophie, que oyó los espantosos alaridos, me sacó del caldero y me quitó la ropa, con la que se desprendió toda la piel; se temió por mi vida y pasé en la cama muchas semanas con dolores muy fuertes.
Mi padre se encontraba en aquel momento en Inglaterra y eso fue lo peor para mí. Yo creía que me iba a morir y le llamaba a gritos, me quejaba de que no volvería a verle, y eso era peor que los dolores. De estos no tengo recuerdos, ya no los siento, pero aún siento el deseo desesperado de ver a mi padre. Pensaba que él no sabía lo que me había sucedido, y cuando me aseguraban lo contrario exclamaba:
-Por qué no viene? Por qué no viene? ¡Quiero verle!
Quizá vacilaron efectivamente, porque hacía pocos días que él había llegado a Manchester, para preparar nuestro traslado allí; quizá pensaron que mi estado mejoraría por sí mismo y él no tendría que regresar inmediatamente. Pero incluso si lo hubiera sabido enseguida y hubiera venido sin dilación, el viaje era largo y él no podía estar a mi lado tan pronto. Fueron consolándome de día en día y cuando mi estado empeoró, de hora en hora. Una noche, cuando creían que por fin me había dormido, salté de la cama y me despellejé todo el cuerpo. En vez de gemir de dolor gritaba llamando a mi padre:
-¿Cuando viene? ¿Cuando viene?
Mi madre, el médico y todos los que me cuidaban me eran indiferentes, no los veo, no sé lo que hacían conmigo, sin duda hubo muchas y delicadas intervenciones en torno a mi persona, yo no las registraba, solo tenía una idea fija, era más que una idea, era la herida en la que se resumía todo; mi padre.
Entonces oí su voz, se acercó a mí desde atrás, yo estaba tumbado boca abajo, pronunció suavemente mi nombre, dio la vuelta a la cama, le vi, me puso suavemente la mano en el pelo, era él y yo dejé de sentir dolor.
Todo lo que sucedió a partir de ese momento solo me es conocido a través de relatos. La herida se convirtió en milagro, se inició la mejoría, mi padre prometió que no se marcharía y permaneció a mi lado durante las semanas siguientes. El médico estaba convencido de que sin su aparición y su presencia posterior yo habría muerto. Aunque ya me había desahuciado, insistió en el regreso de mi padre, su única e incierta esperanza. Era el médico que nos había traído al mundo a los tres hermanos, y más tarde solía decir que de todos los partos a los que había asistido, ese "renacimiento" había sido el más difícil."

"Yo tenía siete años cuando murió mi padre y él no contaba siquiera treinta y uno..."
De "Historia de una vida. La lengua salvada", por Elias Canetti.

Tengo una buena razón para haberos entretenido tanto con este texto tan largo y esa razón es que tengo la convicción de que este tránsito que el niño Canetti hubo de hacer en su infancia, el que parte de la más absoluta e imperiosa necesidad de su padre para "vivir" hasta la más aplastante resignación por su pérdida al poco tiempo de haber ocurrido ese accidente, es el mismo que un ser humano cualquiera debe hacer en su interior, aún sin circunstancias extremas como ésta, en la más absoluta normalidad todos debemos hacer y soportar esta pérdida. Y en eso consiste la madurez y el equilibrio soñados. Y realmente no hay mucha diferencia si lo pensamos, ya adultos nos resistimos a abandonar los recursos que teníamos de niños y así jugamos inocentemente con nuestras ilusiones, y cuando nos escaldamos, delirantes suplicamos ayuda exterior hasta el punto de preferir despellejarnos en las múltiples realidades en que nos convertimos, desoyendo todo lo que nos rodea. Antes que aceptar la soledad, seguimos buscando el consuelo de que alguien "pronuncie suavemente nuestro nombre" curándonos con su reconocimiento y finalmente lo que no pudimos soportar desconsolados, se nos impone fatalmente. Porque no hay un "padre" para siempre, o sí lo hay, pero ese es el momento en que tu te conviertes en un padre para ti y, a tu vez, pronuncias suavemente otros nombres.

Claro que no soy muy original pensando esto, "como todo lo demás", ya lo habeis advertido. Dejo para dentro de unos días hablar de cómo veían Kant o Freud, por ejemplo, esta necesidad de "renacimiento" imprescindible. Ellos fueron los que me lo enseñaron. Esdedesear.